lunes, 10 de octubre de 2016

2 CUENTOS BREVES DE RAFAEL BARRET

Rafael Barret



LA FICCIÓN BREVE EN BARRETT



"Barrett nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy, nos introdujo vertiginosamente en la luz rasante y al mismo tiempo nebulosa, casi fantasmagórica de la realidad que delira, de sus mitos y contramitos históricos, sociales y culturales".

Estas palabras de Augusto Roa Bastos definen la fundamental importancia de Barrett en la literatura paraguaya. De él parte la concepción del realismo crítico en la visión de la materia narrativa y son precisamente sus cuentos breves los que revelan su notable don estético para la construcción del relato. Estos cuentos son ceñidos, estrictos y en ellos la condensación del sentido de lo relatado alcanza su máxima eficacia de significado humano y social. El estilo y la lengua de Barrett juegan con los recursos retóricos, los que en seis manos encuentran una gran virtualidad. La ironía y la paradoja, recursos esencialmente intelectuales, son sisadas por Barrett con destreza, sensibilidad y belleza, como nunca antes en la literatura hispanoamericana.

FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH




CUENTOS DE RAFAEL BARRETT



SOÑANDO



Era como un inmenso baile de personas y de cosas. Figuras de todos los siglos pasaban en calma o se precipitaban girando. Animales fantásticos y objetos sin nombre se mezclaban a los mil espectros de un carnaval delirante. El espacio infinito parecía iluminado por la fiebre. No había piso ni techo. Se adivinaba la noche más allá de la luz.

Yo me trasladaba de un punto a. otro sin esfuerzo. Nada resistía ni entorpecía a nada. Flotábamos en un ambiente suave como el polvo de las mariposas. El inundo estaba vacío de materia y lleno de vida.

De un racimo de seres agitados se desprendió hacia mí un caballero vestido de frac. Venía tan de prisa que atravesó en su carrera el cuerpo de una desposada melancólica. Cuando llegó a mi lado observé la angustia de su rostro contraído.

-¿Qué le sucede, señor profesor? -pregunté.

-El chimpancé se ha vuelto loco. Ya sabe usted que era mi mejor sirviente. Hasta fumaba mis cigarrillos. Un mono admirable, superior al hombre, puesto que ojo hablaba. Imitaba perfectamente mis movimientos y aprendía cuanto se le enseñaba. Usted recordará mi última conferencia sobre los simios antropoides. Él la inspiró. Pues bueno: ayer me entretuve tirando al blanco en el jardín delante del mono. ¡Nunca lo hubiera hecho! He querido meterme ahora en casa porque se hace tarde. ¿Creerá usted que el maldito chimpancé me ha recibido a tiros, confundiendo mi pechera con el blanco? Por poco no me acierta. ¿Cómo entrar en mi casa, Dios mío?

De lo alto del firmamento llovían pétalos rosados. Cerca de nosotros una niña rubia decía que no a un banquero.

-¡Una idea! -exclamó de pronto un poeta lírico que nos había, quizás, escuchado. Su cabellera larguísima y sucia olía mal. Los mechones semejaban serpientes, y de cada uno colgaba un volumen, de modo que el hombre llevaba siempre consigo su biblioteca. A la cintura ostentaba un cuchillo envainado. Lo desnudó con gestó teatral.

-¡No tembléis! Esto no es un puñal, sino una pluma, y mis venas son mi tintero. Por ellas no corre sangre, sino tinta.

Se hundió el arma varias veces en el corazón y embadurnó la pechera del profesor con el negro líquido, gritando.

-¡Lo salvé! ¡Lo salvé!

Sin comprender cómo me hallé de repente acostado sobre la arena fría de una playa. El mar, de un azul luminoso, extendía su oleaje brillante bajo el cielo borracho de sol. Una adolescente, más bella que Venus, vagaba por la orilla, mojando sus pies de nácar en la lisa lámina de cristal que se deslizaba cantando. Su túnica era casta como la espuma. Sus ojos de ángel estaban penetrados de bondad y de amor. Una nube de pájaros alegres y puros revoloteaba en torno. Noté que la encantadora virgen los cogía y les arrancaba las alas.

-¿Por qué, por qué? -gemí dolorido.

-Les arranco las alas-suspiró su voz melodiosa-para que no se cansen volando.

Caían lentamente las tinieblas espesas como cae el légamo al fondo de un charco, y distinguí a enorme distancia el resplandor confuso de la fiesta aérea. Me propuse alcanzarla, mas un abismo de una profundidad espantosa me detuvo. Subía de él un silencio más horrible que el trueno. En el opuesto borde se alzaba un peñasco siniestro que dibujaba su silueta de azabache, cortando el horizonte sombrío, y sobre el peñasco una mujer harapienta se retorcía los brazos mirando el precipicio.

-¿Qué? ¿Qué hay? ¡Oye! -clamé. ¡Oye!

Ella no oía y seguía mirando. La sombra se hizo más densa aún, y fue borrando aquel gesto de agonía. Ya no quedaba más que la noche insondable, y el resplandor lejano y confuso de la fiesta aérea. El resplandor se fue transformando en una nebulosa, y la nebulosa en la luna, luna serena y plácida.

Deseé ir a ella, y desperté. La luna era el globo de mi lámpara encendía. Sobre mi mesa de trabajo dormían mis libros.



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EL HIJO



Hace muchos años, vivía un matrimonio. Eran muy pobres, él leñador, ella lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella con su enorme nariz y sus cejas de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un niño más bello que la aurora.

No se atrevían a acariciar con sus rudas manos aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús. Le pusieron una riquísima cuna, le alimentaron con la leche de la mejor cabra del valle. Creció, y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para el ídolo. El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, hasta que le sorprendieron en ellas y le ahorcaron. La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. “! Bruja, móntate en este palo, y vuela al aquelarre!". Entonces la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre.

Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel. Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:

-No la conozco; no soy de aquí.¿Mi madre, esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.

Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.

Una vez pasó la hija del rey de la comarca, y se enamoró del mozo.

-¿Cuál es tu familia? -preguntóle.

-Soy el príncipe Rubio -contestó-. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.

La niña le creyó y se casó con él. Hubo grandes fiestas, y fueron enviados a la derecha del fin del mundo embajadores que no volvieron. La madre hubiera muerto de orgulloso placer si no hubiera pensado que aún podía, por algún azar, ser útil a su hijo.

Un año después se supo que el príncipe había caído enfermo de una enfermedad contagiosa y horrible. La princesa había huido de su lado, y nadie se atrevía a socorrerle. El príncipe agonizaba a solas.

Entonces la madre se arrastró hasta las puertas del palacio, y tanto hizo que la dejaron entrar como enfermera. Su hijo estaba en un soberbio lecho de damasco, bajo un dosel de púrpura. Su rostro desparecía, devorado por una lepra monstruosa.

-Hermoso mío -dijo la madre-. Yo te salvaré.

Y lo besó y cuidó amorosamente hasta la noche.

Pero a medianoche vino la Muerte por el príncipe.

-Muerte, ten compasión de mí -suplicó la madre-. Lleva a esta anciana decrépita, y no a este joven lleno de vigor. Permítele vivir, y engendrar para ti nuevos mortales.

-¿Cuál de los dos? -preguntó sonriendo la Muerte al leproso.

El príncipe alargó su diestra descarnada y señaló a su madre, que lanzó un grito de alegría.

-¡Gracias, hijo mío!

Y la Muerte la tomó en brazos, y la arrebató sin esfuerzo, porque pesaba menos que un fantasma.

Al día siguiente, el príncipe apareció sano y robusto ante su corte. Más tarde fue rey, y reinó mucho tiempo, y tuvo muchos hijos, y gozó de todos los deleites de la tierra.

Pero su barba blanca alcanzó a sus rodillas, y sus huesos se secaron. Le llegó su hora, y llamó a su madre.

-¿Qué quieres, niño mío? -suspiró en silencio.

-¡Salvarme!

-Hijo mío, yo fui; ya no soy nada, sino un dolor sin cuerpo. Quizá me oíste gemir en el viento y llorar con la lluvia en tus cristales. En mí no quedó sustancia ni energía. Soy menos que el recuerdo de una sombra. Ni siquiera puedo reunir mis lágrimas para ti. Soy tu madre muerta.

-¡Madre cruel, madre amarga, maldita seas mil veces! -exclamó el moribundo.

-¿Cuál es mi crimen? -sollozó el silencio.

-¿Para qué me diste la vida, si no me diste la inmortalidad

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